LA CIUDAD ROSA
El
Rajastan –región noroeste de la India- fue tierra de consumados guerreros, a
quienes historiadores y poetas llegaron a llamar centauros ya que hombre y
animal eran unos en la batalla. Jamás conocieron la deshonra de la derrota, el combate
era siempre a muerte, volvían a sus hogares vencedores o preferirían no volver.
El
deshonor de la derrota era compartido por sus mujeres, que en sus aldeas
realizaban el ritual hindú de “sati”, arrojándose a una pira en llamas, para no
sufrir además la deshonra de la captura.
Pero
el Rajastán, como se llamó antiguamente esta región, tierra de los dioses, ha
cambiado sus heroicas gestas por su famoso té, sus rosas, sus maharajaés riquísimos
y sus pavos reales en libertad.
Jaipur,
la capital de esta región, parece un escenario de cuentos de príncipes, hadas,
alfombras voladoras y lámparas maravillas. Hacía casi veinte años que volvía
por esta ciudad. Ya cruzando las primeras puertas de la ciudad, el visitante
descubra con asombro esa característica que la hace inconfundible, en ella
reina el color rosa.
Los
maharajaés de Jaipur, no solo fueron gobernantes que supieron ganarse el amor
del pueblo, sino que resultaron ser hombres de gran sensibilidad para las artes
y las ciencias, cuya fama los precedió no solo en la India sino mucho más allá
de las fronteras del subcontinente. El padre del último maharajá de Jaipur supo
ganarse el afecto del príncipe de Gales, quien lo vino a visitar a fines del
siglo XIX.
Los
festejos que acompañaron este acontecimiento, fueron presididos por una
multitud de pintores que dieron a la ciudad el color que en la India se reserva
para la bienvenida rosa. La tradición conservo esta costumbre y hoy la ciudad
toda sigue dando una bienvenida real a todos sus visitantes.
Toda
la ciudad se nos presenta como un solo edificio abarrotado de gente, serpientes,
monos y marionetas. Los puestos de comida aquí reservan un lugar preferencial
para los dulces preparados con leche, pistachos y miel. Continúo caminando o
mejor dicho me dejo llevar por la multitud, entre turbantes y saris de mil
colores, deteniéndome ocasionalmente cuando se cruza alguna vaca sagrada cuando por razones obvias, cedo el paso a
algún elefante. Al visitante que intente recorrer sus calles, lo sorprenderá la
simpatía de sus habitantes y el colorido de sus vestimentas. Me invitan a pasar
a una terraza sobre la calle principal –me recuerda a mis viajes por Marrakesh-
para ver la puesta del sol, desde donde puedo observar el magnífico palacio de
Amber, espectáculo que comparto con una vaca echada a mi lado.
Mientras
disfruto de esta visita privilegiada de la ciudad, resuelvo mi próxima jornada:
desde temprano volveré al palacio de los vientos, al Jantar Matar y al fuerte
de Amber. Abajo, los comerciantes en la calle y en los zocos comienzan a cerrar
sus locales y el frenesí del regateo –forma usual de comprar en oriente- llega
a su punto más alto. Por pocas rupias, perfumes, especias, joyas piedras
semi-preciosas y todo aquello escapado de las mil y una noches está allí.
Es
el ocaso y toda la ciudad toma un color rosa pálido. Anochece en Jaipur, la
ciudad de la bienvenida. Mañana será el día de revelar más arquitectura, el
increíble palacio de los vientos, pero eso es otra historia, hasta la próxima.
ARTICULO
DE REVISTA O.
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